Un trino de un respetado amigo a quien conozco desde hace muchos años logró desacomodar mi habitual paz espiritual. Estaba bebiendo el segundo sorbo de una taza de café matinal, mientras mis dedos ampliaban la imagen que ante mis ojos se iba agigantando mucho más allá del acercamiento natural de las pantallas de los celulares modernos. “No está, no está, no lo veo”, me decía mentalmente la misma voz desesperada que de vez en cuando resuena por encima de pensamientos auténticamente importantes.
Era un listado (más bien arbitrario) de los supuestos 100 mejores quesos del mundo, ordenados por criterios no citados, con banderas de sus países de origen. Muchas italianas, algunas francesas, alguna que otra de otro país europeo. Solo una de México y dos de Brasil. Poco más.
Sin embargo, como cualquier listado, subjetivo y parcializado, buscaba despertar la polémica y exacerbar los ánimos de quienes lo encontraran. Pues, conmigo lo habían logrado. En efecto, desde el primer vistazo no vi ninguna bandera colombiana y por más zoom que hice en la pantalla y que esculqué hasta la última letra, al final, con la moral arrastrada, la dignidad hecha trizas y la bronca encendida, entendí que el queso costeño no estaba ni entre los últimos 10.
“¿Cómo es posible?”, me preguntaba sin tregua, mientras el café se enfriaba en mi taza morada. Es que no hay que ser ningún experto para entender que la vida sin queso costeño es poco menos que un universo indeseable donde no vale la pena ni respirar.
Qué sería de nuestras pataconadas, nuestras incontables variedades de bollos, arepitas dulces, buñuelitos de fríjol cabecita negra sin queso. ¡Nooooo!… qué haría un ñame desamparado en una olla cocinado a fuego lento, sin ese quesito de agujeros, semi blando, semi duro, duro, bajo en sal, saladito e irreemplazable que nos ha acompañado desde antes de la certeza de ser seres vivientes.
No sé qué mérito podía tener el milenario Parmigiano Reggiano para encabezar esa lista, por encima de nuestro queso, tan artesanal y sencillo hecho por húmedos campesinos en las fincas metálicas del caribe colombiano, a partir de una leche recién ordeñada de vacas cualquieras, sin nombres pretenciosos ni alcurnias medievales que les valgan la majestad de situarse por lo menos a la altura del Gruyere suizo.
Me llamó la atención que el queso Oaxaca mexicano estuviera quinto en la lista y por más conciencia que tuviera de que se trataba de una opinión sin sustento realizada en cualquier oscuro rincón del viejo mundo, no lograba superar la secreta humillación sufrida solamente por mí, al no ver a mi queso en el ranking.
Qué fue de nuestro queso costeño… ¡tan rico!
Fue entonces cuando las divagaciones sobre el particular empezaron a esparcirse lentamente en mi cabeza. Claro — me dije –, debe ser que esta gente no ha probado nunca nuestro queso y no tienen por qué saber lo que es un matrimonio con bollo de mazorca o una picada con salchichón de tienda rociada con gotas de limón fresco.
He visto piezas audiovisuales en las que creo que se justifican para dar por descontado que el Pecorino o la Mozarela de Búfala, puedan ser mejor que el queso costeño. Tienen procesos similares, con la única diferencia que lo vienen haciendo igual desde hace siglos, muchas veces en monasterios supremos, en medio de grandes necesidades y escasos recursos.
Además, los someten a procesos de curado y maduración en condiciones controladas de temperatura y luz, los dejan largas temporadas en anaqueles húmedos, cuyo aroma a rancio no alcanzo a imaginar, pero que, a la postre, les permiten tener lo que se llama “denominación de origen”, un invento del comercio moderno, que genera locuras como que los gringos a su licor destilado igualito al whisky escocés le tengan que llamar whiskEy (la mayúscula es mía), simplemente porque no se hace en Escocia.
Así mismo hemos vivido engañados pensando que alguna vez comimos pizzas con Mozarela, o lasañas gratinadas con Parmesano, porque realmente si los hacen en la planta de Alpina que queda en Sopó, les tienen que poner en chiquitico que son quesos “tipo” tal y cual.
Hace sentido que por esa misma razón las champañas solo las pueda uno conseguir en la región de
Champagne (Francia) y que el resto de los vinos sin ese pasado monárquico, tengan que resignarse a ser llamados “espumosos”, que son con los que la humanidad celebra.
Me pregunté entonces por qué el queso costeño, el de huequitos o el de capitas momposino, no tiene esa denominación de origen y por lo tanto no es posible conseguirlo más allá de nuestras fronteras tratando de identificar su sabor y textura únicas con algún sello distintivo y un código de barras.
La obvia conclusión es que se trata de un alimento tan artesanal que habría que hacer un trabajo de largo plazo para que los maestros queseros del Caribe pudieran estandarizar no solo la receta, sino el mismo proceso para que no te pase que cuando llegues a comprarlo en el mismo sitio de siempre un día te salga salado y duro y al día siguiente salado y blando o duro bajo en sal o blando y bajo en sal, con diferentes tonos del color blanco.
El sube y baja del precio del queso
Ese mismo hecho de que nadie nunca se haya preocupado por un tema tan fundamental de nuestra alimentación, hace que los precios de ese queso sean más impredecibles que el mismo dólar.
Hará cuestión de un año la libra se llegó a comprar hasta el $6.500 y hoy en día se ven monstruosidades de libras de queso a $16.000. Y por más que nos digan los honorables ganaderos que es que las vacas no pastan felices debido a las inundaciones de La Mojana, que se está exportando mucho ganado en pie y que le escalada del dólar hace inviable la importación de leche en polvo como en otros tiempos, no hay ser humano acalorado que lo pueda concebir de manera tranquila.
Solo vemos cómo, al garete, sube o baja el precio. Alguna vez he visto que en el juego de la oferta y la demanda he pasado en la mañana por un expendio y vi en letreros rústicos un precio que horas más tarde ya ha subido hasta en un 30% porque hay mucha gente buscándolo.
¿Qué hacemos? Si es que algo queremos hacer
Mi tortura silente hizo que los dos últimos sorbos del café me los tuviera que beber fríos. Es como cuando ves que las competencias de fútbol se las ganan siempre los brasileños o argentinos o cuando tu bandera ni se asoma en los podios olímpicos.
El derrotado en este caso no era el queso. El derrotado en realidad era mi orgullo sin sentido, inoculado por el lento veneno de la envidia. En el fondo sabía que por más arbitraria y subjetiva que fuera aquella lista de quesos, es posible que si la hubiéramos hecho aquí en el Caribe colombiano tendríamos que pensar muy bien dónde y cómo ubicar nuestro queso, que finalmente es tan folclórico como nosotros mismos, desenfadado, sin prestigio alguno y ninguna clase de abolengos.
Lo peor de todo es que somos conscientes de ello y no nos importa. Yo creo que, si nuestro queso tuviera denominación de origen, que los maestros queseros de esas fincas resecas y sudorosas de donde proviene fueran capacitados, encasillados en estrictos procesos de producción, conservación y distribución, ya no tendría el mismo sabor.
Se entenderá entonces que el vendedor de queso que pone su puesto en las afueras del supermercado sea por mucho más requerido que los empaques que reposan refrigerados en las góndolas y que dicen “queso costeño”.
Es que este, nuestro queso, es el que nos sabe a casa, a tienda, a infancia. No sé si algún día estaremos allí compitiendo con el Gorgonzola picante, con la Burrata o con el antiquísimo Grana Padano. Lo veo muy improbable. ¿Pero, y qué?
Por lo general la felicidad viene en lo más cotidiano. Hay tanto costeño añorando en el exterior un buen trozo de su queso para acompañar una comida con suero y bollo de coco, que se las tienen que arreglar para prepararlo en recetas caseras que les devuelvan al paladar de sus recuerdos y nostalgias.
No es fácil. Por más o menos dinero que haya en nuestras cuentas bancarias, los caribeños de Colombia no nos dejamos enredar, porque sabemos a lo que saben nuestras comidas, sin apellidos ni adjetivos aristócratas.
Terminé riéndome de mi propio destino fácil y descomplicado. Comparé otra libra más de queso para unos patacones que están reposando en la alacena con forma de plátano verde, le preguntaré a Google por esos quesos raros que vi en la lista y si la fuerza de la tranquilidad recuperada me da hasta allá, terminaré convencido de que el lento veneno de la envidia más bien lo habrán de sentir quienes nunca en la vida han tenido el privilegio de probar una exquisita tajada de nuestro queso: costeño, caribeño y jubilado por siempre y para siempre.