Por Ronald Rangel Ramírez
La voz de un amigo de muchos años temblorosa al otro lado del teléfono no podía ser para mí más que una espina cruzando hiriente el corazón. Me relataba los últimos momentos de su señora madre en este mundo. El padecimiento tortuoso de varios días en una cama de cuidados intensivos atacada por el infame virus que la postró, el nulo tiempo que tuvo para reiterarle lo mucho que la amaba, los abrazos que no ocurrieron, las palabras atragantadas. Fue atacada sin misericordia, sin darle un último aliento para decir adiós. El virus la acorraló y en cuestión de horas ya no tenía oxígeno. Sus pulmones estaban repletos de líquido, inflamados, no respondían a la vida.
Se fue así. Enclaustrada en un rincón a merced de un milagro y aun cuando unos días después, poco antes de expirar, la trasladaron a un lugar en el que sus familiares la pudieron ver, ella ya no estaba. Intubada, con máquinas se aferraba a una vida que se esfumaba poco a poco, en una agonía lenta de la que nunca se había de recuperar.
Pocos días antes, mi buen amigo Fredy Jinete Daza, desde Cartagena me había compartido una crónica que le hicieran en vida al sabio Walberto Ahumedo Sierra, gran ser humano que también nos fue arrebatado por el virus. Se titulaba “Todavía no es mi turno” y allí WAS, como lo conocimos quienes tuvimos el privilegio de compartir con él, le contaba al cronista sus vivencias en el deporte y el periodismo y en el colofón de la nota, exhalando un soplo de vida del tamaño del cielo, relataba que él seguía allí, al pie del cañón. Viviendo.
Esta pandemia que estamos pasando y que nos está azotando sin compasión, ha sido por lejos lo peor que le ha tocado padecer a esta generación miedosa, que ahora ve caer a sus mejores soldados en una batalla que ellos no eligieron.
No solo la madre de mi amigo y el noble Walberto. El virus nos ha robado muchas vidas de seres queridos, amigos, conocidos, gente admirada, guerreros a los que no les tocaba el turno todavía.
En estos días, cada vez que uno es capaz de abrir los ojos por la mañana, respirar tranquilo, contemplar el amanecer, saber que hay un plato de comida y un techo, ya es ganancia y estamos agradecidos por eso. Por el simple acto de vivir. Un privilegio con el que no hemos contado todos. Por que sí, hoy la vida en sí misma es un privilegio.
Este virus detestable nos ha quitado muchas cosas. Nos quitó parte de nuestras comodidades, nos encerró, nos volvió distantes, nos alteró las finanzas, nos puso tapabocas, se llevó la rutina, acabó con nuestra paz mental, nos ha convertido en una especie en retroceso, ha sacado lo peor de nosotros en muchos casos y todo un larguísimo etcétera.
Pero en mi opinión, nada de eso se compara con el acto de vivir. El complejo acto de vivir, porque el virus ha trocado las risas en llanto, al aire en enemigo, al amigo en amenaza y con el amargo trago de ver cómo se nos van los nuestros, es ya suficiente castigo inmerecido, mazazo en el alma que arruga corazones y derrota ilusiones.
Yo no sé cuantos años más podrían haber vivido todas estas personas que se está llevando el virus. Pero cuando creemos estar a salvo, la pandemia arremete de nuevo y con más fuerza. El enemigo, aunque no lo podemos ni ver, se agiganta e invade nuestras existencias que ahora vemos débiles y vulnerables y no hay plan de vacunación ni curvas ni picos que nos devuelvan la tranquilidad perdida.
No. No era el turno de WAS ni de ninguno de los cientos de miles que han caído en esta guerra anónima, sin precedentes, sin regla alguna, de la que nadie está a salvo. Ojalá la piedad nos pueda acoger y este virus indolente desaparezca pronto. Ya no queremos carros, casas, yates, viajes, lujos. Un simple abrazo con tu amigo, una charla con tu compañero, reírte a carcajada suelta, apretujarte en la grada de un estadio, arreglar el mundo en un bordillo de la universidad, saludar de beso en la mejilla, estrechar las manos, reunirnos a cenar, apagar las velitas de una torta, viajar en bus, meterte a la piscina, irte a vitrinear. Sí, es muy poco, es muy simple, pero siento que eso es lo único que queremos todos. No es tan difícil. Simplemente queremos vivir.