Por Ronald Rangel Ramírez
A toda mi parentela en orden descendente a través de mi árbol genealógico: nietos, bisnietos, tataranietos, etc.
No sé si alguno de ustedes llegue a ver esto, pero si lo hace, sépase que, en este momento, finales de julio del 2020, todavía se saluda, de modo que lo primero es desearles lo mejor. No me extiendo más en protocolos, porque nunca he sido de esos y, además, confío en que puedan leer lo que hoy conocemos como idioma castellano, que en realidad ya va siendo considerada un arma menor frente a los torrenciales destellos audiovisuales que saltan por toda clase de pantallas.
Espero que en sus años no les haya tocado vivir una pandemia ni parecida a la de ahora, desde la cual escribo estas letras en un teclado que considero de vanguardia comparado con las rudas teclas de unas viejas máquinas de escribir mecánicas en las que solíamos escribir las cartas. Pero bueno, ese no es el tema.
Sepan que he pertenecido a una generación sellada por el miedo como estilo de vida. Desde pequeños hemos sentido miedo a la guerra, a la paz, a la calle, a la gente, al agua, a la brisa, al sol, a la luna, a las estrellas, a los extraterrestres, a las doncellas, a los cuadros de Picasso, al café caliente, a las camas, al desempleo, al empleo, al techo, a las sombras. Hemos sentido miedo a todo. Sí, así ha sido desde que tengo memoria.
Un miedo que creo es intrínseco a nuestra propia razón de ser y que me animo a pensar que fue insertado en nuestros genes de alguna manera para que ustedes pudieran tener un mundo libre de esa imposición que nosotros llevamos con valentía durante los años que nos ha tocado estar por aquí. Quizás cuando estén leyendo esto, si acaso sabrán lo que es el miedo.
Pero yo sí que lo sé. Y muchos ahora lo sabemos y lo sentimos respirándonos en el hombro cual gallinazo hambriento. Yo creo que quizás sea esa la razón por la cual muchos de los que venimos de años anteriores nos sintamos más cómodos con los miedos de la pandemia, porque no son nuevos para nosotros. Yo los siento igual.
Siento miedo de la gente, de la calle, del sol, del agua, de las sombras, de las puyas, de las camas, de los aparatos, siento miedo de la comida y del hambre y el miedo a las bombas que ahora suenan en silencio y no las podemos ver sino a través de un microscopio, miedo a la mentira, a la verdad, miedo a los perros, a la luna, al encierro. No ha cambiado mucho ese sentimiento.
Hijos, por acá no nos vemos las caras porque tenemos tapabocas puestos, pero yo creo que ya desde mucho antes no podíamos hacerlo. Por miedo. El miedo a la gente, al qué dirán, al no quedar bien o no complacer a todos. Si se están riendo de estas cosas, créanme, que esto es real en esta época.
La pandemia es una casualidad. Igual ya he sentido el dolor de la partida de seres queridos antes de todo esto, porque la vida es así de corta, con o sin virus. Por eso sentimos miedo también de los muertos y de los vivos también, porque te pueden dañar. Creo que todo te puede dañar. Hasta lo que comemos es un veneno mortal que viene embalado en colores y con códigos de barra.
En fin, no vayan a creer que todo es malo en los años que corren. El miedo es lo que nos mantiene despiertos, alerta, atentos a lo que viene. Creo que esta es la generación que la historia contará con letras de coraje, la generación que se ha adaptado a los cambios a su alrededor, que tomó agua de la llave y ahora la bebe en envases plásticos y no murió en el intento.
Por eso el miedo no es un sentimiento negativo. Todo lo contrario, de no tener el gen ese que nos metieron desde pequeños, seguro la pandemia nos habría borrado del mapa en cuestión de días, pero no ha podido con nosotros pues le hacemos frente como guerreros, porque somos los miedosos más miedosos que no retrocedemos ya que vimos películas en las que el bueno siempre gana por más porrazos que reciba durante 120 minutos.
No los aburro más. Si han llegado hasta esta parte, creo que todo finalmente valió la pena. Mis valientes, ¡a la carga! No retrocedan, como tampoco nosotros lo hicimos. No desmayen, pónganle el pecho a la brisa con miedo y todo, si es que lo sienten. No es una pandemia lo que los va a derrotar. (Brazos cruzados, ceño fruncido, mirada fija, pose de bravucón). Díganmelo a mí.