Por Ronald Rangel Ramírez
No es por presumir, pero yo tengo un diploma noventero de Comunicador Social Periodista. No sé dónde lo tengo, pero lo tengo, mis profesores y compañeros pueden dar fe de que estuve en las aulas de aquella facultad de principios de los 90 en la siempre amada Universidad Autónoma del Caribe, allí sentado al lado de figuras en ciernes que años después, ya populares, tienen una dicha mayor: más de 100k seguidores en Twitter, un lujo que uno (más humilde) no se puede dar y ya para qué.
Pero tengo el mismo cartón que ellos. Firmado por don Mario Ceballos Araújo a quien no tuve la fortuna nunca de conocer en persona, pero de quien se dice fue un gran tipo, esmerado por la educación de su prójimo. Igual que mis profesores de quienes guardo el más grato de los recuerdos y, como no, de mis compañeros, que también se sentaron conmigo al lado de esas figurotas y que hoy, alejados de reflectores y cámaras, hacen un trabajo callado por seguir sobreviviendo en un mundo que nos cambió las reglas de juego sin consultarnos.
Para empezar, no solo un líder cívico de Cartagena puede cobrar en el sector público o privado sus servicios como periodista, sino que lo puede hacer cualquier persona. La ley 918 de 2004 (promulgada años después de que nos graduáramos mis compañeros y yo), así lo dispuso. Como dispuso otras reglas con las que no contábamos y que, palabras más, palabras menos, trastocó en oficio una profesión de tanta responsabilidad como cualquier otra.
Yo no sé si algún día sea viable la posibilidad de que se expida una norma que elimine la licencia profesional de ciencias como la medicina, la ingeniería, el derecho u otras. Que problema habría en que cualquier asociación creada a las carreras te dé un carné para que puedas litigar ante un juzgado o abrir panzas para achicar estómagos.
Es verdad que para ser periodista lo último que se necesita hoy en día es un diploma como el mío. Ni siquiera una grabadora tienes que comprar porque los celulares tienen aplicaciones que cumplen esa función.
No se necesitan años de experticia en la materia, haber cargado cables, manejado consolas, limpiado despachos de agencias internacionales, recibido enseñanzas de pioneros, golpes en la mesa, artículos destrozados por rayas disciplinarias y ni el escrutinio de una audiencia cada vez más complaciente, que con 140 caracteres ya se da por enterada y la vida sigue.
Admiro de manera profunda a quienes siguen ejerciendo el periodismo tal cual como lo concebimos las personas de mi generación, de anteriores generaciones y seguro de muchas siguientes, que aterrizaron por aquí, guiados por el mismo entusiasmo de esos pelados enjutos, de pelo largo, camisas estampadas y soñadores que compartimos en esos años.
Pero qué le vamos a hacer. El periodismo cada vez se va desdibujando más en la maraña de las pantallas y sonidos de alarmas que saltan con mayor frecuencia, el frenesí que no cesa aun en medio de la pandemia, las ráfagas de falsedades, los discursos de un minuto y el mercantilismo voraz de quienes se lucran de un estado de cosas que nadie cuestiona.
Alguna vez en el diario La Libertad escribí un artículo donde expresaba mi ya manida idea de que las facultades de comunicación social están de sobra. Los programas cuidadosamente estructurados, con metodologías rigurosas, maestros idóneos y calificaciones exigentes, solo derivan en individuos que salen a competir el mercado laboral con fulanos de cualquier nacimiento que pagan un espacio radial, montan una página web y se cuelgan un carné que dice “Prensa”. Ellos y nosotros, en igualdad de condiciones.
Sigo pensando igual que en aquel entonces y ahora con mayor razón. El periodismo ya no lo ejercemos los periodistas, personajes casi de museo. Ahora se impone la comunicación ciudadana, la información de las masas, de los celulares captando todo a cada segundo en cada centímetro cuadrado de este planeta.
Yo propongo que, junto al certificado de registro civil, de una vez se le imponga el título de periodista a cada individuo que nazca. No lo dude. En cuanto pueda, ese bebé va a contar una historia a una audiencia, sin importar cómo lo haga. Entonces, para qué complicarnos. Total, da lo mismo jactarse (como yo) de tener un diploma de una prestigiosa facultad, que ser un líder cívico con un espacio radial, generando ingresos por ejercer mi profesión.
1 comentario
Es la cruda realidad, el periodismo profesional está agonizando.