“Pero nacer uno en un barrio en donde la vieja de uno no se habla con la gente de las cuatro cuadras a la redonda, eso es una vaina tesa, cuadro, tesa. Nojoda, a la pobre gente de esos barrios como el Kenider yo no sé qué le dan, cuadro, ni qué le hacen, para que, no joda, anden siempre emputados contra los de su misma clase. (…) Eche, y a los blanquitos, que son los entrenadores de la selección de fútbol de la humanidad, aquí y en La Conchinchina, en el Kenider y en Cafarnaún, los ves tú todo lo contrario: de cojí-pipidos. Erdaa: no pelean entre ellos ni pal putas, marica. Porque ellos sí saben que «familia que roba unida permanece unida».
David Sánchez Juliao
[divider style=»normal» top=»20″ bottom=»20″]Por Ronald Rangel Ramírez
El estropicio de un segundo Bogotazo nos hizo saltar de la cama a muchos esa noche del 9 de septiembre. Aquellos, habían sido días tensos, entre recriminaciones de unos y otros, por el video explícito de un acto brutal de la policía que generó la muerte de un ser humano. Días antes habíamos visto en las cámaras de seguridad, una agresión sin sentido contra una médica y su empleada, en un edificio del norte de Barranquilla y para rematar, los almuerzos ejecutivos sufrieron un alza intempestiva poscuarentena pasando a rondar hasta los 12 mil pesos con sancochito de costilla sin presa.
Ya el mundo de por sí se nos estaba poniendo de cabeza a muchos, cuando salimos a las calles y nos topamos de nuevo con los trancones de siempre, las aglomeraciones en las estaciones de Transmetro, la multiplicación de la mendicidad en semáforos y las afueras de los restaurantes de la nueva normalidad, con mesas al aire libre, allí con calor y al alcance de la voz agónica de quienes piden monedas y ofrecen caramelitos y bolsas de basura hasta altas horas de la noche.
Y volvimos a los centros comerciales, con filas, gente con tapabocas, pistolas de toma de temperatura, planillas electorales reutilizadas para rastrear por dónde hemos estado, el Centro de la ciudad relleno de personas, geles lavamanos por doquier, gente que antes vendía menjurjes para la sanación mágica de la alopecia y que antes ya había vendido minutos y camisetas del Junior, ahora dedicada al próspero negocio de las mascarillas estampadas de todos los colores, tamaños y precios, ofreciendo también la careta acrílica, la monogafa (reemplazante de las imitaciones de Ray Ban) y hasta el traje antifluido en caso de paranoia extrema.
Aquella noche, a raudales, la gran masa se desbocó en muchas ciudades, siendo la Capital de la República la más afectada y nosotros siguiendo la guerra urbana en vivo a través de las redes sociales. Viendo cómo los pobres se daban porrazos los unos a los otros, unos con capuchas, otros con uniformes, unos con bombas molotov, otros con perdigones, gases lacrimógenos y claro, armas con sus balitas asesinadoras. Una auténtica corraleja humana.
Era lamentable el espectáculo en Twitter, con hashtag que también se peleaban entre ellos por los primeros puestos, líderes de opinión atizando el fuego, todos urdiéndose a insultos y agresiones anónimas, mientras en las calles se libraban cruentas ofensivas que degeneraron en saqueos, vandalismo, incendios de bienes públicos y privados. Y, como no, cerca de una decena de muertos y quién sabe cuántos más heridos de bando y bando.
Y decíamos que al salir de la cuarentena seguro seríamos mejores seres humanos. Qué ironía. Apenas es la primera semana de regreso a la libertad y de nuevo nos estamos dando en la jeta como trogloditas hambrientos, reventando a una causa sin causa, peleándonos por los huesos que dejan caer los más pudientes desde sus mesas, cual animales sin raciocinio.
Es posible que en esas esferas donde se fraguan estas luchas fratricidas, la cuarentena sí les haya servido para salir mejor que antes. Pero es triste ver que detrás de los uniformes y las capuchas, hay gente como uno, con familia, con ilusiones, esperanzas y ganas de salir adelante. No hay ni un solo adinerado allí jugándose la vida en las trincheras. Será que también leyeron a Sánchez Juliao y saben que mientras ellos ‘brillan hebilla’ en los clubes sociales, en las calles lo que hay es una corraleja humana que a la larga no les afecta, porque ya está definido el rumbo de los acontecimientos sin importar cuántas vidas haya que sacrificar en el camino. Y que se sigan matando entre ellos que aquí nada pasa.
Será posible cambiar este macabro sainete que nos ha sorprendido a todos pasada la cuarentena, cuando pensábamos que íbamos a estar felices viendo a Nairo y compañía volar en los Alpes franceses y no a añorar los días de toque de queda y confinamiento. Por lo menos en esos tiempos era un virus el que nos podía matar. Ahora, son las balas amigas las que se cruzan en los campos de cemento.