Por Ronald Rangel Ramírez
Uno crece imaginando a los ciclistas colombianos trepando el pico de Alpe de Huez en las idílicas montañas de los Alpes franceses y de golpe un día nos enteramos que pico realmente es la parte más alta de la gráfica de una curva de contagios de un virus que se le pega a muchísima gente, que pone patas parriba la economía mundial y que mata a miles de personas sin fórmula de juicio, borrándolos del mapa y en una que otra ocasión desvaneciendo hasta sus propios recuerdos en gélidos cubículos, conectados a toda clase de aparatos chirriantes con botones y cables que no acaban de desentrañar los misterios propios de la existencia humana.
De la pandemia he aprendido a entender que ese pico nunca llega. Que más rápido llega el pico del hambre y la miseria, que desespera a lo que llaman turba de personas que no estaban en el mapa de nadie y que salen a las carreteras a asaltar camiones volteados, bien sea por pescado o por una muerte tan penosa como el solo hecho de no existir solo hasta el día en que se viaja en ataúd.
He aprendido que la suerte es un juego de ruleta rusa en cuya ecuación las muertes de los sinnombre no caben y que valen más unos millones adicionales en esas cuentas bancarias repletas de las necesidades ajenas, llenas de las penas de familias enteras que se van a la cama sin probar bocado y que el dolor no es un asunto a considerar cuando no es el propio.
La pandemia me ha enseñado que el confinamiento no es el simple hecho de estar encerrado en una casa, sino que se trata de un estado de privilegio pequeño burgués, al que la mayoría no puede tener acceso, porque no sabemos con certeza quiénes son los que se mueren en las UCI derrotados por el virus o que ya venían derrotados por la sociedad putrefacta que con descaro es capaz de llevarles mercaditos, mientras chocan las copas de un buen vino francés sobre manteles de lino almidonado. Salud.
Son cuatro meses en que hemos aprendido de todo. Creo que el tiempo de nostalgias sordas que de vez en cuando nos agobian cuando pensamos en los días eternos que estamos pasando, nos han vuelto menos sensible a la precariedad humana, cuando la intoxicación de noticias nos muestra en vivo despojos, maltratos, riñas y parrandas clandestinas de gente a la que le da lo mismo morir de un virus, del tajo de un puñal o de física hambre.
He aprendido que hay gente buena y hay gente mala que se aprovecha de esos primeros, se saltan las filas de la escala social pisoteando dignidades y que ahora se esconden detrás de los tapabocas y qué bueno que les llegó el distanciamiento físico obligatorio para evitar juntarse con la chusma.
Muchas veces el ciego no es el que no quiere ver, sino el que no puede. Muchas veces el que no se lava las manos no es por ir contra los protocolos sanitarios, sino porque no hay agua ni para beber. Muchas veces el que está en el semáforo tratando de ganarse una moneda, no es porque quiera molestar, sino porque de aquello depende su propia supervivencia. De la pandemia he aprendido que muchas veces la realidad le gana al miedo.
Me ha enseñado a que la libertad es cosa pasajera. Que en verdad todos estamos confinados de alguna manera en nosotros mismos, con caretas, manos sucias, esparciendo el virus de la indiferencia del me importo yo, yo y nadie más que yo.
Cuando todo esto acabe, creo que seguiremos con el tapabocas, ocultándonos de la pena propia y también de la ajena. ¿Algo más por aprender?