Columnas

Mi última enmaicenada

 [author title=”Por Ronald Rangel” image=”https://vozcaribe.com/wp-content/uploads/2016/04/RONALD_RANGEL.jpg”]Periodista y editorialista. En Twitter: @ronaldrangel[/author]

 

La primera descarga de maicena la recibí plena en la cara. Ya no había manera de resistir el ataque. Resignado, cerré los ojos, agaché la cabeza y una nube de manos repletas de ese polvo blanco y festivo se me abalanzó con una cantidad como para empañotar un edificio completo. Esa era la gracia. La maicena se me metió por la nariz, los oídos y por más que cerré la boca con fuerza, alcancé a tragar algo de la mezcla que siempre asocié con la que preparaban los albañiles lúgubres de las bóvedas del cementerio para clausurar los ataúdes que emprendían el viaje al más allá.

 

Cuando abrí los ojos, el mundo estaba borroso. Las risotadas de mis amigos, los voladores a lo lejos, las múltiples músicas de los múltiples equipos de sonido de la cuadra. Me saqué el pañuelo del bolsillo trasero izquierdo y me limpié como pude, todavía sacudiendo restos de la maicena que se me había apelmazado entre la lengua y los labios. La cumbia sonando con fuerza. Las Tapas de Lizandro Meza, los tambores de los Gaiteros de San Jacinto, las acordeones carnavaleras de Dolcey Gutiérrez y Aníbal Velásquez. Los miré con una sonrisa de venganza mientras ellos se burlaban a carcajadas.

 

— Esta me las pagan – dije.

 

Y así sucedía siempre. Ya antes yo mismo, cargando una mochila wayuu con una enorme caja amarilla de letras negras, les había dado su dosis de maicenazo a cada uno. Era viernes de guacherna. Un día como hoy de hace algunos años atrás en el barrio Boston, momentos previos a irnos para la 44 por donde bajaba el desfile encabezado por Esthercita Forero. Faroles de lucero brillando entre la noche, la brisa es un derroche de sones cumbiamberos.

 

Siempre recuerdo ese ambiente colorido de una noche de guacherna en Barranquilla, embebido en una infancia inolvidable en el que la maicena era la reina. Nadie nos dijo nunca que en el África se morían centenares de niños a los que un puñadito de ese polvo blanco les hubiera salvado la vida. Nadie nos dijo que podíamos quedar riníticos, que podíamos desarrollar alergias, que nos podíamos meter en problemas tan serios, que hasta nos podían matar por hacer del Carnaval la época más festiva del año para nosotros, los niños de aquel entonces, que asociábamos la fiesta con las caras y los cabellos blancos de maicena.

 

En ese tiempo estar ‘limpio’ significaba no tener rastros de maicena en el cuerpo. Entonces, aquel individuo irrespetuoso del momento, era el objetivo principal. En susurros se planificaba el ataque. La víctima argumentaba que barro, no me vayan a echar porque tuve gripa hasta hace unos días y mi mamá no me quería dejar salir. Que va. No había salvación. Todos le decíamos que fresco que no había problema, mientras en movimientos invisibles se fraguaban los movimientos de la cajota de maicena que había de embadurnarlo pocos minutos después. La misma víctima era consciente siempre que algo se tramaba. Estaba pendiente. Sospechaba de todo el que se le acercara. Pero el golpe siempre llegaba en el momento menos esperado. Se aprovechaba que se le echaba a algún otro o que llegaba alguien o cualquier pretexto para emprenderla contra el limpio que ya nunca más iba a estar limpio por más que refunfuñara y nosotros nos reíamos a carcajadas festejando el logro.

 

Ese era el carnaval en mi infancia y en mi adolescencia. El momento cumbre para echarnos maicena. Cuando ya fuimos creciendo, la conciencia nos dio como para nunca estar limpios y antes de salir de la casa un sábado de carnaval, nosotros mismos nos aplicábamos estratégicamente polvos de maicena en ciertas partes del cuerpo para dar la sensación de que ya alguien nos había echado. Pero ni eso nos garantizaba la impunidad. Siempre había un amigo, un vecino, un familiar con una mochila llena de maicena para gastársela poniéndote como un payaso para burlarse de ti.

 

Sin duda eran otros tiempos. Quién sabe en qué momento se acabó todo. En aquel entonces quién iba a sospechar que tan pocos años después, echarse maicena iba a ser casi un delito. Los movimientos bélicos para blanquear al limpio griposo, serían considerados casi en la legislación penal. Los años pasaron. La maicena desapareció del Carnaval, luego vino la espuma y la espuma también desapareció, al igual que las guerras de bolsitas de agua entre cuadras, como también se acabaron los totes y los traqui traqui en las navidades.

 

Por eso no culpo a esta generación cuando uno la invita a ver el desfile de la guacherna y te responden con justa causa: –¿A qué?–.

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