Por Ronald Rangel Ramírez
Juan Antonio es un viejo amigo a quien ni la pandemia ha espantado de mi vida, porque ha sabido mantener la charla animada enviando toda suerte de tonterías por las redes sociales que hacen que los días de confinamiento sean más llevaderos para los que formamos parte de su vida de alguna manera.
Sin embargo, hace poco, una nota de voz de Juancho, como les decimos a todos los Juanes en este país, me dejó pensando. Con voz serena y el marcado acento caribe que lo caracteriza, me dijo sin más:
– Compa. Ahora sí se jodió Pindanga.
Aquí nadie sabe quién será el tal Pindanga, pero cuando se jode, es porque el panorama está realmente turbio. Yo me quedé tranquilo, dado que conozco a mi amigo y sé que no es de armar escándalos. Desde el primer momento supe que aquella era otra de sus ocurrencias disparatadas.
– Ajá compa, y ahora qué pasó, le contesté con otra nota de voz.
La charla se extendió un poco. El hombre tenía una auténtica preocupación por sus camisas del caballito, sumergidas en lo profundo de su escaparate, que ya estaban empezando a desarrollar una delgada capa de musgo blanco y que además reposaban cubiertas por un polvillo aturdidor y altamente alergeno que le recordó lo miserable que era su vida en estos días.
– Las camisas están envejeciendo y no las uso para nada.
Juancho es músico. Pero de los elegantes, de los que mandan en su instrumento y en su vestir. Toda la vida ha sido un férreo arrasador de féminas con sus perchas importadas, su pelo engominado y un aroma a perfume francés que invade cualquier ámbito en el que se encuentra.
Su preocupación era auténtica. Su ropa estaba allí, como trapos carentes de valor, en lo profundo de un mueble oscuro del que no la saca desde hace ya casi cinco meses. “Ya perdí la cuenta de cuándo fue la última vez que me puse zapatos de cuero”, se lamentaba entre carcajadas.
La pandemia no solo lo ha dejado sin trabajo, porque no hay ningún sitio donde requieran de una orquesta para animar, sino que también ahora le está causando la irreparable pérdida de la ropa de marca con la que solía ejercer su espantajopismo a rajatabla en los diferentes escenarios de la ciudad y la región.
Ahora anda en bermudas y camisetas esqueleto por los pasillos de su casa, pegado a su computadora vendiendo perendengues por internet, reenviando memes y maquinando ocurrencias con las que le hace feliz la vida a su gente.
Dice que no sabe qué hacer con tanto trapo caro que fue acumulando a través del tiempo y que ahora le parecen colgarejos malolientes que no hacen más que ocupar espacio y que aparecen por cualquier parte que se asome en su tranquila vida cotidiana de la pandemia.
Ahora le basta con sus chancletas de irse a dormir y cualquier cosa para cubrirse el cuerpo. No importa si tiene o no caballitos, cocodrilos u otras especies.
A mí me preocupó un poco el hecho de que aquella realidad irremediable pudiera estar causándole algún tipo de angustia existencial. Pero no. Juancho me confirmó desde su propia cuenta que ahora ya ni nostalgia le producen esas noches desenfrenadas en las que hacía amigas, las invitaba a bailar y por esas casualidades terminaban en charlas alicoradas que se prolongaban hasta el amanecer de cualquier día.
Me confesó que sus perfumes franceses yacen a medio acabar en un estante, porque no los necesita, ahora que está más cerca de su familia y de sus hijas. “Para esta vida de ahora no se necesitan disfraces”, me dijo con un tono filosofal desconocido en su jerga hasta ese momento para mí.
Cuántas cosas de alto valor van perdiendo el precio con el paso de los días. Yo me puse a pensar después de aquella charla, si acaso cuando pase la pandemia volveremos a ser los mismos. Si desesperaremos por acumular cosas costosas sin ningún valor.
Si veremos hacia atrás, desempolvaremos las ropas de marca, o las tiraremos simplemente para andar cómodos en sandalias y camiseticas de algodón por la vida, despojados de esa necesidad de mostrar lo que nada vale.
Ahora es cuando verdaderamente nos estamos dando cuenta de cuánto chéchere inservible hay en nuestras vidas. Son las cosas de una crisis como esta. Nos ha hecho ver cuán diminuta es nuestra vanidad frente a la grandeza de las cosas pequeñas. Hacer la tarea con tu hijo, preparar una receta con tu pareja, ver una película con tu hermano, hablar de tu infancia con tu madre, reírte del incomprensible ajetreo y afán que siempre has llevado.
La tranquilidad de los días lentos que corren nos ha obligado a detenernos para comprender que, en efecto, los disfraces que llevamos no valen de nada. La esencia, eso es lo que de verdad importa.