Por Ronald Rangel Ramírez
Si estoy escribiendo esto, hoy, primeros días de septiembre del 2020, sépase que pude sobrevivir a la cuarentena. Qué alivio. Por fin ya estoy en la luz del otro lado del túnel, veo calles con vehículos, filas en las estaciones de Transmetro, gente comiendo en los restaurantes, gimnasios con cuerpos grecorromanos, aviones volando, peluquerías, panaderías, charcuterías, ferretrías, sastrerías, vestimenterías, celulalerías, arreglerías, todo abierto una vez más y la gente en los cajeros cobrando sus sueldos, yendo a los supermercados con IVA y todo, comprando de nuevo lo que nadie necesita, las gasolinerías vendiendo corriente y extra como en los viejos tiempos y goles en las secciones deportivas de los noticieros.
Soy uno de los sobrevivientes a esta cuarentena feroz de cinco, seis, siete, ocho, no se sabe cuántos meses, de la cual logré salir con vida (muchos no pudieron), diría que con ánimo, pero también con la certeza de que en verdad existe un túnel oscuro por el que todos hemos pasado por igual, donde las diferencias étnicas, sociales y económicas no valen nada, donde todos fuimos confinados sin preguntarnos cuántos litros de leche había en nuestras neveras.
No sé si pensar esto sea correcto, pero al salir de esa normalidad apretujada y virtual, ya se extrañan los días aquellos de unión distante, en la que se apagaban velitas de cumpleaños por Zoom, todos le temían al virus, se cerraron todos los establecimientos, nadie salía, el domiciliario se convirtió en el oficio definitivo, esa realidad silente y pacífica donde nos fuimos acostumbrando a una vida casi prehistórica de adanes y evas desnudos en nuestras propias raíces. No sé si sea lo normal, pero ya se extraña.
Sabrá Dios si alguna vez regresaremos a ese confinamiento estricto, ojalá por el bien de muchos no sea así, pero las ciudades de golpe dejaron de ser selvas de cemento en las que pastaban animales salvajes, de fuentes de agua con delfines saltarines, donde los pajaritos de la mañana cantaban a la misma hora en coro todos los días, la gente trabajaba desde la casa, las familias hacían recetas de cocina, videos de TikTok, reparaban cosas que no estaban dañadas, se jugaba en las mesas a las cartas, veían el programa de Duque de las 6 p.m. y eran felices por el simple hecho de estar a salvo del virus.
Todos anhelábamos que pronto se acabara la cuarentena y si se iba también el virus mucho mejor, pero no todo se puede tener en la vida y si bien es cierto que ya no hay cuarentena, sigue habiendo virus y por tanto la posibilidad de contagiarse está tan latente como siempre, así no le prestemos la más mínima atención a los programas vespertinos del Presidente ni a los otrora taquilleros reportes diarios del Ministerio de Salud sobre cifras de contagiados y fallecidos.
Ahora, cuando nos dejan salir, se experimenta una extraña sensación de libertad indeseada, porque ya nada es como antes y no sabemos si algún día lo será. Este mundo cambió y la pandemia nos sigue viendo de reojo con sus ojos de saña, recordándonos que debemos lavarnos las manos, taparnos el rostro, no aglomerarnos y amenazándonos de manera permanente con volvernos a encerrar o enviarnos a Cuidados Intensivos con alta probabilidad de salir en ataúd.
Nos han dejado salir para ver cientos de locales donde antes funcionaba un comercio, con lacónicos letreros de ‘Se Arrienda’. Nos dejan salir para ver a la gente triste en los semáforos volviendo a pedir limosna con bebés en los brazos o lavando vidrios de autos. Nos dejaron salir para ver que la vida no es la misma y que en todo caso lo más seguro es que aún no hayamos salido del todo del túnel y quién sabe si lo lograremos.
Es cierto que sobreviví a la cuarentena, como muchos lo han logrado, pero siento que estoy asistiendo a una segunda oportunidad de miedos ya congénitos que vuelven a frenar actividades alegres como bares, discotecas, billares, clases en los salones, recreos, plazoletas de comida llenas, vuelos a cualquier parte del mundo, en fin, la primigenia posibilidad de respirar y reír sin tapabocas, tomarse un café con un amigo, charlar de pretil a pretil, burlarnos a carcajada suelta de las ocurrencias de los compadres.
Ya estamos en septiembre, sin cuarentena, sin restricciones para salir, para comprar, para movilizarnos, para ir a los parques, espacios públicos, subirnos a buses, busetas, taxis, hacer y deshacer, ir donde la familia que no veíamos hace meses más que a través de pantallas. Hemos sobrevivido al confinamiento. Pero me pregunto: ¿Qué vamos a hacer ahora que hemos vuelto a la libertad?