La solicitud formal de Colombia ante la Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas (CND) para desclasificar la hoja de coca no es simplemente un trámite burocrático. Es un grito de desesperación y una audaz declaración de intenciones en un país marcado por décadas de conflicto, narcotráfico y una guerra contra las drogas que, según el gobierno actual, ha causado más daño que beneficio.
Pero, ¿esta iniciativa representa una oportunidad real de transformar la hoja de coca en un motor de desarrollo sostenible, o es una apuesta arriesgada que podría desestabilizar aún más la ya frágil situación de seguridad y gobernabilidad?
La canciller Laura Sarabia, con el respaldo del presidente Gustavo Petro, ha presentado un argumento que apela a la ciencia, la economía y la justicia social. Su propuesta se une a un movimiento internacional creciente, liderado por Bolivia y respaldado por México, que busca una revisión profunda de la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961.
Esta Convención, vista por muchos como la piedra angular de la política global de drogas, ha sido objeto de críticas cada vez más fuertes por su enfoque punitivo y su incapacidad para abordar las causas profundas del problema.
Un legado de sangre y cocaína
Para comprender la magnitud de esta iniciativa, es crucial recordar el contexto histórico de Colombia. Durante décadas, el país ha sido el principal productor mundial de cocaína, un flagelo que ha alimentado la violencia, la corrupción y la desigualdad. El cultivo de coca, originalmente una práctica ancestral de comunidades indígenas, se convirtió en una fuente de ingresos para campesinos marginados, atrapados entre la pobreza y la presión de los grupos armados.
La «guerra contra las drogas», impulsada por Estados Unidos, ha consistido en la erradicación forzosa de cultivos, la fumigación aérea y el despliegue de fuerzas militares. Sin embargo, estas estrategias han demostrado ser ineficaces, generando desplazamientos masivos, daños ambientales y un ciclo interminable de violencia.
La promesa económica: ¿ilusión o realidad factible?
El gobierno de Petro argumenta que la industrialización de la hoja de coca podría ofrecer una alternativa económica viable para las comunidades rurales. Productos como infusiones, fertilizantes, alimentos y bebidas a base de coca podrían generar empleos, ingresos y oportunidades de desarrollo en regiones históricamente olvidadas por el Estado.
Sin embargo, esta visión enfrenta serios desafíos. La demanda de productos a base de coca en el mercado internacional es aún limitada, y la competencia con otros países productores podría ser feroz. Además, la infraestructura necesaria para la producción y comercialización de estos productos es deficiente en muchas zonas rurales de Colombia.
«La ciencia demostrará que la hoja de coca en sí no es perjudicial,» insiste la ministra Sarabia. «Sólo podremos quitarla de las manos de los narcotraficantes si aprovechamos su potencial.» Pero, ¿cómo garantizar que los beneficios de la industrialización de la hoja de coca lleguen a los campesinos y no sean capturados por los grupos ilegales? ¿Cómo evitar que la expansión del cultivo de coca para fines legales contribuya a la deforestación y la degradación ambiental?
Gustavo Petro, el primer presidente de izquierda en la historia de Colombia, ha hecho de la reforma de la política de drogas una de sus principales banderas. Su plan «Sembrando vida, erradicando el narcotráfico» busca combinar la sustitución voluntaria de cultivos con el desarrollo rural integral y el fortalecimiento de la presencia del Estado en las zonas más afectadas por el narcotráfico.
Pero Petro enfrenta una oposición interna y externa considerable. Los sectores más conservadores de la sociedad colombiana rechazan cualquier medida que pueda interpretarse como una «legalización» de las drogas. Estados Unidos, aunque ha mostrado cierta flexibilidad en su enfoque, sigue siendo escéptico sobre la propuesta de desclasificar la hoja de coca.
El dilema de Washington: entre la prohibición y la realidad
La posición de Estados Unidos es crucial. Durante décadas, Washington ha sido el principal financiador y promotor de la «guerra contra las drogas» en Colombia. Cualquier cambio significativo en la política de drogas de Colombia requiere el apoyo, o al menos la aquiescencia, de Estados Unidos.
Sin embargo, la administración Biden reconoció que el enfoque tradicional de la prohibición no ha dado resultados y que es necesario explorar nuevas estrategias. La posibilidad de que Estados Unidos adopte una postura más pragmática y flexible frente a la propuesta colombiana no puede descartarse por completo, aunque ahora sea Donald Trump el Presidente.
La propuesta de Colombia ante la ONU es un acto de valentía y una apuesta por un futuro diferente. Pero su éxito dependerá de muchos factores, incluyendo la capacidad del gobierno para construir un consenso interno y externo, para implementar políticas públicas eficaces y para ganarse la confianza de la comunidad internacional.
La hoja de coca, símbolo de sufrimiento y esperanza, sigue siendo un tema de debate apasionado en Colombia y en el mundo. ¿Será esta la oportunidad de romper con un pasado doloroso y construir un futuro de paz y prosperidad, o simplemente una ilusión efímera que se desvanecerá ante la dura realidad del narcotráfico? La respuesta, como siempre, está en manos de la historia.